El miércoles pasado nuestro amigo Paco Fernández no invitó a través de Facebook al evento Mujer rural 2.0, para celebrar el día internacional de la mujer rural.
Allí estuvimos mi compañera Ana y yo junto con un grupo fantástico de mujeres, pero no nos quedamos al café de las ideas, aunque nos hubiese gustado.
Hay un texto que me hubiese gustado leer en ese café y que pertenece a un libro que recomiendo totalmente: Sueños en el umbral (memorias de una niña en el harén) de Fatima Mernissi.
Además de que es un alegato precioso a la libertad de la mujer, para mi tiene un atractivo personal y es que a pesar de haber leído el libro, fue mi madre, una fantástica, fuerte e inteligente mujer rural, la que me descubrió ese rincón especial del mismo y me lo leyó con verdadera pasión.
Después de esas veladas maravillosas, mi madre solía pasar una semana insólitamente tranquila y afable. Entonces me decía que, hiciera lo que hiciese de mi vida, tenía que vengarla a ella.
Quiero que la vida de mis hijas sea emocionante, muy emocionante; y feliz al cuento por ciento, nada más y nada menos-decía.
Yo alzaba la cabeza, la miraba con seriedad y le preguntaba que significaba ser feliz al ciento por ciento, porque quería que supiese que me proponía hacer todo lo posible por conseguirlo. Una persona era feliz, me explicaba ella cuando se sentía bien, alegre, creadora, satisfecha, amorosa, amada y libre. Una persona infeliz tenía la sensación de que existían barreras que aplastaban los deseos y talentos que poseía. Una mujer feliz era aquella que podía ejercer toda la clase de derechos, desde el derecho a moverse hasta el derecho a crear, competir y retar y, al mismo tiempo, sentirse amada por hacerlo. Parte de la felicidad consistía en ser amada por un hombre que gozara de la fortaleza de su mujer y se enorgulleciera de sus talentos. La felicidad también tenía que ver con el derecho a la intimidad, el derecho a renunciar a la compañía de los demás y sumirse en la soledad contemplativa. O sentarse durante todo un día sin hacer nada ni tener que excusarse o sentirse culpable por ello. La felicidad era estar con los seres amados y aun así sentir que se existía como ser individual, que no se vivía solo para hacerlos felices. La felicidad era el equilibrio entre lo que se daba y lo que se recibía. Le pregunté entonces si era muy feliz, sólo para hacerme una idea, y ella me dijo que variaba según los días. Algunos días solo era feliz en un cinco por ciento; otros, como las veladas que pasaba con mi padre en la terraza, era feliz al ciento por ciento.
Cuando era niña, aspirar a un ciento por ciento de felicidad me parecía un poco abrumador, sobre todo porque veía lo mucho que trabajaba mi madre para esculpir sus momentos de dicha. ¡Cuánto tiempo y energía dedicaba a crear aquellas maravillosas veladas a la luz de la luna, sentada al lado de mi padre, hablándole tiernamente al oído con la cabeza apoyada en su hombro! A mí me parecía todo un logro, porque le llevaba días convencerlo y luego tenía que encargarse de toda la logística, de cocinar y de trasladar las cosas. Era impresionante trabajar con aquel tesón para conseguir unas pocas horas de felicidad, y al menos yo sabía que podía lograrse. ¿Pero cómo, me preguntaba, iba a crear yo un grado de emoción tan alto y mantenerlo para toda una vida? En fin, si mi madre creía que era posible, sin duda yo tendría, al menos, que intentarlo.
Los tiempos van a mejorar para las mujeres, hija mía-me dice ella-. Tú y tu hermana recibiréis una buena educación, caminaréis libremente por las calles y descubriréis el mundo. Quiero que seáis independientes, independientes y felices. Quiero que brilléis como lunas. Quiero que vuestra vida sea un torrente de deleites serenos. Felicidad al ciento por ciento. Nada más y nada menos.
Pero cuando le pedía más detalles sobre cómo crear esa felicidad, mi madre se impacientaba.
Tienes que trabajar en ello-decía-. Los músculos para ser feliz se desarrollan del mismo modo que los que sirven para caminar o respira.
Allí estuvimos mi compañera Ana y yo junto con un grupo fantástico de mujeres, pero no nos quedamos al café de las ideas, aunque nos hubiese gustado.
Hay un texto que me hubiese gustado leer en ese café y que pertenece a un libro que recomiendo totalmente: Sueños en el umbral (memorias de una niña en el harén) de Fatima Mernissi.
Además de que es un alegato precioso a la libertad de la mujer, para mi tiene un atractivo personal y es que a pesar de haber leído el libro, fue mi madre, una fantástica, fuerte e inteligente mujer rural, la que me descubrió ese rincón especial del mismo y me lo leyó con verdadera pasión.
Después de esas veladas maravillosas, mi madre solía pasar una semana insólitamente tranquila y afable. Entonces me decía que, hiciera lo que hiciese de mi vida, tenía que vengarla a ella.
Quiero que la vida de mis hijas sea emocionante, muy emocionante; y feliz al cuento por ciento, nada más y nada menos-decía.
Yo alzaba la cabeza, la miraba con seriedad y le preguntaba que significaba ser feliz al ciento por ciento, porque quería que supiese que me proponía hacer todo lo posible por conseguirlo. Una persona era feliz, me explicaba ella cuando se sentía bien, alegre, creadora, satisfecha, amorosa, amada y libre. Una persona infeliz tenía la sensación de que existían barreras que aplastaban los deseos y talentos que poseía. Una mujer feliz era aquella que podía ejercer toda la clase de derechos, desde el derecho a moverse hasta el derecho a crear, competir y retar y, al mismo tiempo, sentirse amada por hacerlo. Parte de la felicidad consistía en ser amada por un hombre que gozara de la fortaleza de su mujer y se enorgulleciera de sus talentos. La felicidad también tenía que ver con el derecho a la intimidad, el derecho a renunciar a la compañía de los demás y sumirse en la soledad contemplativa. O sentarse durante todo un día sin hacer nada ni tener que excusarse o sentirse culpable por ello. La felicidad era estar con los seres amados y aun así sentir que se existía como ser individual, que no se vivía solo para hacerlos felices. La felicidad era el equilibrio entre lo que se daba y lo que se recibía. Le pregunté entonces si era muy feliz, sólo para hacerme una idea, y ella me dijo que variaba según los días. Algunos días solo era feliz en un cinco por ciento; otros, como las veladas que pasaba con mi padre en la terraza, era feliz al ciento por ciento.
Cuando era niña, aspirar a un ciento por ciento de felicidad me parecía un poco abrumador, sobre todo porque veía lo mucho que trabajaba mi madre para esculpir sus momentos de dicha. ¡Cuánto tiempo y energía dedicaba a crear aquellas maravillosas veladas a la luz de la luna, sentada al lado de mi padre, hablándole tiernamente al oído con la cabeza apoyada en su hombro! A mí me parecía todo un logro, porque le llevaba días convencerlo y luego tenía que encargarse de toda la logística, de cocinar y de trasladar las cosas. Era impresionante trabajar con aquel tesón para conseguir unas pocas horas de felicidad, y al menos yo sabía que podía lograrse. ¿Pero cómo, me preguntaba, iba a crear yo un grado de emoción tan alto y mantenerlo para toda una vida? En fin, si mi madre creía que era posible, sin duda yo tendría, al menos, que intentarlo.
Los tiempos van a mejorar para las mujeres, hija mía-me dice ella-. Tú y tu hermana recibiréis una buena educación, caminaréis libremente por las calles y descubriréis el mundo. Quiero que seáis independientes, independientes y felices. Quiero que brilléis como lunas. Quiero que vuestra vida sea un torrente de deleites serenos. Felicidad al ciento por ciento. Nada más y nada menos.
Pero cuando le pedía más detalles sobre cómo crear esa felicidad, mi madre se impacientaba.
Tienes que trabajar en ello-decía-. Los músculos para ser feliz se desarrollan del mismo modo que los que sirven para caminar o respira.
2 comentarios:
...quizá olvidé deciros que el homenaje a la Mujer Rural era tras las comida... en el Café de Ideas.
De todas formas... hacemos uso del 2.0 y compartimos contigo, y con todas las mujeres rurales, este precioso alegato a la libertad de la mujer.
Paco :-)
Gracias Paco, vives en un pueblo estupendo que a su vez es mucho más estupendo porque ha tenido la suerte de que tú decidas vivir en él.
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